Había una vez un hombre que vivía muy cerca de un importante cruce de caminos, todos los días, a primera hora de la mañana, llegaba hasta allí, donde instalaba un puesto rodante en el cual vendía pan dulces que él mismo horneaba. Era sordo, por lo tanto no escuchaba la radio; no veía muy bien, entonces ni un solo día leía diarios, pero eso sí… vendía exquisitos pan dulces. Meses después alquiló un terreno, levantó un gran letrero de colores y personalmente pregonaba su mercancía gritando a todo pulmón: “ Compre el mejor pan dulce en plaza” y la gente compraba cada día más; aumentó la compra de insumos, alquiló un terreno más grande y mejor ubicado y sus ventas se incrementaron día a día. Su fama aumentaba y su trabajo era tanto que decidió buscar a su hijo, un empresario de una gran ciudad, para que lo ayudara a llevar el negocio.

Al llamado del padre, su hijo respondió: “Pero papá, ¿no escuchás la radio, ni lees los diarios, ni ves la televisión? Este país está atravesando una gran crisis, la situación es muy mala, no podría ser peor.

El padre pensó: mi hijo trabaja en una gran ciudad, lee los periódicos y escucha la radio. Tiene contactos importantes, debe saber lo que habla. Así que revisó sus costos compró menos pan y disminuyó la compra de cada uno de los ingredientes y dejó de promocionar su producto. Su fama y sus ventas disminuyeron día a día. Tiempo después, desmontó el letrero y devolvió el terreno. Aquella mañana llamó a su hijo y le dijo: “Tenías mucha razón, verdaderamente estamos atravesando una gran crisis”.





Año 335 antes de Cristo.

Al llegar a la costa de Fenicia, Alejandro Magno debió enfrentar una de sus más grandes batallas, al desembarcar comprendió que los soldados enemigos superaban en cantidad tres veces mayor a su gran ejército. Sus hombres estaban atemorizados y no encontraban motivación para enfrentar la lucha. Habían perdido la fe y se daban por derrotados. El temor había acabado con aquellos guerreros invencibles. Cuando Alejandro Magno hubo desembarcado a todos sus hombres en la costa enemiga, dio la orden de que fueran quemadas todas sus naves. Mientras sus barcos se consumían en llamas y se hundían en el mar, reunió a sus hombres y les dijo: "Observen como se queman los barcos; esa es la única razón por la que debemos vencer, ya que si no ganamos no podremos volver a nuestros hogares y ninguno de nosotros podrá reunirse a su familia nuevamente, ni podrá abandonar esta tierra que hoy despreciamos. Debemos salir victoriosos en esta batalla, ya que hay un solo camino de vuelta y es por mar. Caballeros; cuando regresemos a casa, lo haremos de la única forma posible: en los barcos de nuestros enemigos.”






Les comparto la torta que hice para mi hija el día de su cumpleaños.

Adora la cheesecake y el chocolate blanco, por eso no dudé en regalarle sus sabores preferidos en un día tan especial.
Qué presentes están las flores en nuestras vidas.

Desde que nacemos hasta que morimos.

Nacemos con orquídeas, deshojamos margaritas, nos enamoramos con las rosas, nos alegramos con la llegada de los bulbos, nos acompañan al altar y son infaltables en todas las celebraciones. Las usamos para regalar, para homenajear, para felicitar, para recibir, para adornar y para despedir.

La magia de una flor, de un conjunto de flores o de un árbol florecido logran detenernos, sorprendernos y a veces, hasta esbozar un suspiro. Representan ni más ni menos que el esfuerzo de una planta por demostrar su belleza,

Frágiles y efímeras, es justamente su condición perecedera la que las hace aún más atractivas. Todas sin excepción tienen su encanto, su momento en el calendario y una belleza que unida a su fragancia nos alegran la vida, nos realzan un plato y nos perfuman el espíritu.

Regálense flores siempre que puedan, es un gesto amoroso con uno mismo. Hagan que las flores sean parte de su vida como si fueran adictas a ellas y verán que todo luce y sabe diferente.

Las flores son vida, son alegría, nos transforman un ambiente, nos acarician el alma y son una fiesta para los sentidos. Su presencia silenciosa habla por si misma, logran decir tanto y comunican su encanto con sólo mirarlas.

Nada más asociado a lo presente, al aquí y ahora que una flor, por eso como decía Walt Whitman:

“Recojan flores mientras puedan,
Porque veloz el tiempo vuela,
La misma flor que hoy admiran

Mañana estará muerta.”







Mi lugar preferido de la casa, siempre fue la cocina.

Cuando era chica acompañaba y observaba con respeto y admiración a nuestra cocinera, que aún vive y a la que sigo llamando de tanto en tanto. Cuando hablamos, recordamos recetas, platos, sus incomparables ñoquis de papa con estofado de pollo y las empanadas de carne que nunca logré hacer del mismo modo. Porque a pesar de las recetas, cada mano tiene un halo de magia en cada plato, que hace que a todos nos queden diferentes. Ese es el secreto de la cocina.
Delia, decía que cuando algo estaba rico, estaba “para chuparse los dedos”.

Cuando un plato logra hacernos chupar nuestros dedos, es porque no nos queremos perder nada, queremos comer hasta la última esencia de ese sabor. Ese es el encanto de comer con las manos. Una manera moderna y primitiva a la vez, y hasta me animo a decir que es una manera regresiva, de llevarnos sabores a la boca, como cuando éramos chicos.

Las manos tienen un quinto sentido que se suma, al placer de tocar lo que comemos.

Preparar comida para comer con las manos, tiene un encanto especial que da un poco más de trabajo que una comida de olla pero, buena música y una copita de vino, son aliados para contraer el tiempo que le consagramos. Dedicar tiempo a cada bocado ya es toda una muestra de afecto en estos días en los que el tiempo pasó a ser un lujo más.

Cuando cocinen, piensen en cada invitado y en cómo van a disfrutar de lo que están preparando, porque además de los ingredientes de la receta existe una conexión mente - alimento que va a condimentar ese plato de acuerdo a lo que se nos cruce por nuestra mente en ese mismísimo instante.

Todo el amor, la alegría, la pasión y el encanto que pongamos en la cocina, van a hacer que nuestros invitados rompan una de las más estrictas reglas de la etiqueta en la mesa; con ese gesto, no necesitaremos comentarios, aprobaciones ni servilletas de papel, porque los hechos nos demostraran que la dedicación y el tiempo que nos llevó, fueron literalmente ¡para chuparse los dedos!


¿Cuántas veces de niños nos han mandado a poner la mesa?

¿Cuantas veces lo hacemos casi automáticamente cuando la preparamos a diario? Entonces, sacamos los individuales que tenemos más a mano, la vajilla de siempre y la plasmamos casi sin pensarlo hasta terminar con lo que podríamos llamar, un trámite cotidiano.

La mesa es más que todo eso. Es mucho más que acomodar platos vasos y cubiertos en orden milimétrico; es mucho más que sentarse a comer o depositar sobre ella deliciosos manjares.

La mesa es el lugar que nos convoca, en la multitud de una familia o en la soledad de nuestras almas. Es el lugar que une y reúne y que se hace testigo silencioso de anécdotas, cuentos, lagrimas y risas.

Cuando pongamos la mesa, no pongamos simplemente objetos que nos van a facilitar la ingesta. Debemos poner pasión, amor, espíritu generoso y alma bondadosa. Piensen en cada lugar y quién lo va a ocupar. Prendan una vela, aten las servilletas con una cinta al tono o pongan un pequeño florerito aunque sea con una sola flor flotando. Cada detalle le va a dar vida, color, pero sobre todo la va a aportar la caricia de una mano amorosa que va a reflejar ni mas ni menos que el afecto que hay puesto en ella, en ese lugar que durante veinte minutos o dos horas nos mantendrá reunidos en perfecta comunión.

No guarden la vajilla especial para ocasiones especiales. Hagan que cada día se transforme en una ocasión especial para lucir y disfrutar de lo que tienen, con ustedes mismos. ¿Porqué sólo usar las cosas lindas o buenas cuando tenemos invitados? Usen, sean creativas, innovadoras; transformen para no aburrirse, combinen y disfruten de esta tarea cotidiana, porque más que poner la mesa, créanme, que estarán haciendo hogar y nutriendo en la memoria de los suyos, esos deliciosos momentos que se vivieron alrededor de la mesa.





Cuando viajo en avión, me encanta sentarme del lado de la ventilla. Me hipnotiza, me transporta. Juego, le busco forma a las nubes, me imagino que estoy literalmente sobre un colchón de nimbos esponjosos. Miro, busco, pienso, me imagino corriendo, flotando, y cuando veo algo más que nubes, tomo conciencia visual de la inmensidad, de las magnitudes, de las dimensiones y las proporciones. Es ése el momento en el que logro mirar la vida misma desde una altura y una perspectiva que me cambian la óptica existencial.

Mi mejor experiencia en las alturas, fue la vez que volé en globo sobre Napa Valley. Recorrí viñedos y los aprecié desde una distancia solemne y silenciosa. Eso se siente cuando se vuela en globo: un silencio sepulcral, casi como si uno estuviera conectado al vacío. La ausencia de ruidos repentina, potencia la vista y cuando tomamos distancia de las cosas, paradójicamente, logramos verlas mejor. Esa distancia, nos ayuda a tomar decisiones, a mirar más claro, a entender mejor algunas cosas y también a aceptar los misterios que tiene esta vida. Nos hace reflexionar acerca de lo diminutos que somos y cómo a veces hacemos un mundo por temas insignificantes que mirándolos desde lo alto, se hacen casi irrelevantes.

Cuando tomo distancia y regreso, cambio los muebles de lugar, vuelvo con la cabeza más despejada, las ideas más claras y mi escala de valores tiende a reacomodarse. Es un aterrizaje forzoso a reconsiderarme, a replantearme y también a reinventarme. Pero lo mejor de todo, es que me convenzo de que la vida mirada en perspectiva, toma matices distintos y tantos colores diferentes como el de los globos que volaron esa mañana conmigo. Una experiencia inolvidable que sin dudas recomiendo para mirar la vida desde otras perspectivas.


Toda comida de olla es para hacer en cantidad, para compartir en compañía y pasar un buen momento al lado de un fueguito. En invierno, se convierte en el mejor antídoto contra el frío y junto con una copa de vino tinto forman un seductor binomio y un bálsamo que devuelve el alma al cuerpo.

¿Alguna vez se pusieron a pensar cuántos secretos encierra una olla? ¿Cuántas improvisaciones, toques personales de encanto o lluvias de pensamientos caen sobre ella mientras revolvemos casi automáticamente con una cuchara de madera
en perfectos ochos o a favor de las agujas del reloj? A veces pareciera que el fondo de la olla nos transportara a algún lugar lejano como a Alicia, que en el fondo del pozo encontró el país de las Maravillas!

En un guiso hay mucho más que un menjurje de condimentos e ingredientes. Hay aromas, saberes y sabores que quedarán registradas en nuestra memoria y en la exquisita sensación de inhalar profundamente como queriendo percibir el sabor con el alma. Hay tradiciones, recetas de la abuela y la bisabuela y una combinación de ingredientes de dos mundos, el nuevo y el viejo, que supieron mestizarse en perfecta armonía.

Como todo guiso, es un plato celoso y se hace esperar. Los apuros y las ansiedades deben dejarse de lado. Cada ingrediente se debe cocinar con verdadero protagonismo, dejando su impronta en la olla mientras el ojo vigila con suspicacia hasta último momento, de lo contrario, se los va a hacer saber cuando lo prueben.

Encuentren dentro de esas ollas que son el fuego que hacen hogar, su propio País de las Maravillas porque es allí donde van a cocinar las mejores ideas, reflotar los mejores recuerdos y nutrir los corazones de sus seres más queridos.



                                 


Es raro que me resista a un postre. Al menos es raro que me resista a leer la carta, que generalmente me tienta con algo, sobre todo cuando se trata de verdaderos postres. No me seducen para nada aquellas cartas que traen una selección de tortas para elegir; esos para mi, no son postres.

El postre al igual que el plato principal tiene que tener personalidad propia, justo equilibrio y diversas texturas que se puedan ir descubriendo entre bocado y bocado. Debe tener un componente principal, una guarnición que lo complemente, una salsa o coulis y un algo que lo decore. Pero falta un detalle; además de toda esta técnica, tiene que ser rico.

Generalmente acepto la sugerencia del mozo, sobre todo cuando la falta de iluminación del lugar me impide leer la carta cómodamente.  A veces me va bien con los gustos ajenos, otras veces no tanto, pero cuando pronunció “pistachos”, la sola mención fue suficiente para tentarme y mi afirmación fue rotunda. 
Lo que llegué a leer de la carta parecía interesante, sobre todo, porque tenia una identidad marcada, ya que eran postres occidentales todos con algún ingrediente oriental, que de alguna manera enfatizaba la fusión ente las dos culturas, considerando que me encontraba en un restaurante japonés. 

Pistachio Kabosu Yuzu. Así se llamaba el postre que logro captar todos mis sentidos. Tanto el kabosu como el yuzu, son dos frutas procedentes de Asia; la primera parecida al limón sutil y la segunda es una especie de pomelo en miniatura. El semi fredo de Kabosu junto con el merengue de yuzu y el helado de pistacho posaban sobre un gelatinoso almíbar cítrico. El detalle era una tulle crocante que coronaba la elaboración junto con un par de popcorns salados que le dieron el toque sonoro al plato. 

No sabía en qué parte del postre iba a posar la cuchara primero. Lo disfrutaba con la mirada mientras la boca se me hacia agua. Me daba pena desarmar esa pequeña obra de arte que había sido montada sobre un generoso plato hondo, con una delicadeza absoluta, cuidando que cada preparación tuviera  protagonismo propio.

El veredicto final lo daba el sabor, como siempre. ¡Qué difícil es explicar esto! Que difícil es explicar  sensaciones que se funden y desaparecen tan rápido. Eso es el postre para mi: un pequeño placer efímero que  tiene la virtud de regalarnos el dulce que necesitamos algunos, para neutralizar los sabores salados. Es el broche de oro, el cierre, el final. Es la ultima sensación que nos llevamos de una comida y, por ser la ultima, es tan importante que sea buena y sabrosa.



Siempre que viajo, mis experiencias son gastronómicas. Nada me conmueve más, y la gran manzana a la que visito con frecuencia me sigue sorprendiendo con lugares  nuevos y con sus clásicos que sigo eligiendo año tras año porque me hacen sentir como en casa. Desayunar en Le pain quotidien encabeza mi lista. Este lugar de mesas comunales tiene idéntica personalidad en todos lados; desde Notting Hill hasta en Buenos Aires, mantiene siempre su calidad y su charme francés provenzal. El otro lugar que me encanta es Rue 57, una brasserie francesa ubicada en la 57 y la 6ta Avenida que tiene sus puertas abiertas no importa la hora del día. Y eso es precisamente lo que me gusta. Cuando viajo por placer, no tengo agenda y si se me ocurre almorzar a las tres de la tarde, sé que siempre voy a encontrar una mesa adentro o en la vereda, con una carta variada y una buena selección de vinos por copa. 

Otro de mis clásicos es Balthazar en el Soho. Concurrido como siempre, conviene ir con reserva para no esperar cuarenta minutos o terminar a la derecha del salón, donde las mesas son mas chicas  e incomodas. El postre me lo comí a dos cuadras de ahí, en el deleitable Dean & Deluca; una tarta de frutos del bosque con algunas compras de delicatesen de por medio son ya un ritual en mis paseos por el Down Town. 

Dentro de los habituales también tuve algunas desilusiones como encontrar Pastis, del Meat packing District cerrado por reformas. Un distrito que encontré, dicho sea de paso, bastante desolado; como si hubiera perdido el encanto que supo tener años atrás cuando un barrio nuevo logra imponerse en la ciudad. Otra desilusión fue Nello, de Madison y la 60. Un clásico neoyorquino abierto desde años A, pero esta vez comí soso. Hablando en criollo, ni fu ni fa. Una ensalada desabrida de alcauciles que no estaban en su punto, un risotto primavera que dejo la primavera en la cocina, y un mozo estresado con una mesa de diez que tenia sentada al lado, fueron los motivos de mi decepción. Estas cosas pasan también en los buenos, pero no por eso dejan de serlo; simplemente fui el día equivocado.

En el barrio Chino no me senté a comer esta vez, pero me hice una sesión de reflexología para acomodar mis pies y todo mi esqueleto que se hizo sentir de tanto caminar. A lo que no pude resistirme fue al picoteo callejero. Tentada como siempre por las ferias, los mercados y todo lo comestible que se venda en la calle, me compré unos lychee (se pronuncia lichis) en un puesto ambulante y los disfruté mientras esquivaba a la horda de gente que circula normalmente por allí. Otro must callejero son los pretzels que te devuelven el alma al cuerpo cuando inhalas el aroma a recién hechos que desprenden. Estos snacks son la impronta de la ciudad misma; pequeños mordiscos con los que uno saborea la verdadera idiosincrasia culinaria de un lugar.

Siempre tentada con un poco de sushi, fui a Nobu, donde es imposible no pasarla bien. El ambiente es divertido, la atención buena y el sushi muy rico, pero lo que me hizo suspirar fue el postre. Ya les contare porque merece un capitulo aparte. 

Lo top en gastronomía sigue siendo Per Se, en el Columbus Circle, Eleven Madison Park, de la mano del talentoso Humm y el recientemente reciclado River Cafe que quedo devastado después del Sandy, pero que hoy luce como en sus mejores épocas. Sin dudas, es para mí, el lugar que ofrece la mejor vista de Manhattan y mantiene  su estilo, elegancia y calidad a través de los años.

Pasan los años y me sigo convenciendo de que las mejores inversiones son las que hago en buenos momentos y en buenas comidas. Lo tangible va y viene, pero las sensaciones agradables y los ricos sabores perduran para siempre y no te los quita nadie. Esos momentos son en definitiva, lo que nos llevamos de esta vida.
 


Cuántas palabras para describirlo, ¡cuantas metáforas, cuentos, poemas y onomatopeyas! Cuantas cabezas, plumas, manos y paladares fueron inspirados en un solo sabor. Cuantas palabras, tantas, para una sublime  e inigualable sensación.

Coman chocolate, pero cómanlo sin ese instinto que nos invade a todas las mujeres como una fiera indomable: la culpa. Y parte de esa culpa tiene que ver con que engorda. ¡Si,  el chocolate efectivamente engorda, muchísimo!

Engorda el alma, engorda los sueños, las ilusiones y la esperanza.

Engorda los deseos, todo tipo de deseos, engorda el entusiasmo y los caprichos.

Cuando se sientan solas, coman un chocolate.

Cuando todo en el mismo día salió diferente a lo pensado, coman chocolate; si tomaron una copa de más, coman chocolate; si el sueño las invade en un momento inoportuno, coman chocolate; si la desilusión es amorosa, cómanse una caja de chocolates; si van de visita a una casa, lleven bombones, porque no habrá regalo mejor apreciado ni bálsamo más reparador que un rico chocolate.


La vida es un suspiro; aprendamos a suspirar nosotros por aquellos pequeños placeres que logran gratificarnos transportarnos y evadirnos al menos por un pequeño instante a nuestro propio realismo mágico que nos llenará el alma de puro placer y de una inmensa pasión que sólo el chocolate es capaz de transmitir.

¡Coman chocolate y disfrútenlo!


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