El fuego, esa reacción química casi mágica, se resume en tan solo dos palabras: calor y luz. Luz que nos une y calor que nos reúne.
El fuego tiene ese poder de hipnosis que hace que podamos pasar horas frente a él casi inmóviles. Nos abraza, con su calor y nos reconforta; a su vez, cambia los estados de la comida haciéndolas más sabrosas y digeribles. Su crepitar entre crujidos y chasquidos y el aroma que desprende según lo que se enciende, le otorgan un poder de atracción único que hace que hasta los más dispersos se unan en perfecta armonía.

Todo se ve mejor, se siente mejor, huele y sabe mejor con la presencia de fuego.
Porque como pocas cosas, tiene el poder milagroso de llegar a todos nuestros sentidos al mismo tiempo.
Por eso, cocinen o no, durante el invierno, cuando busquen un momento de paz, enciendan un fuego.
Cuando necesiten abstraerse y no pensar en nada, acudan al poder hipnótico e incandescente de las llamas. Cuando reúnan amigos, enciendan un fuego. Y aún cuando no haya motivo ni estado de ánimo para hacerlo, enciendan un fuego, porque sus llamas, su intensidad y su vigor natural tienen un poder sanador ancestral.
Pasaran los años y una tecnología podrá superar a la otra, pero no existirá invento más sagrado que logre despertar tantos sentidos a la vez y que nos permita estar reunidos, pero por sobre todo conectados, como cuando nos encontremos alrededor de un fuego.

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